“Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas. Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no miró con agrado a Caín y a la ofrenda suya.” Génesis 4:4-5

En 2012, una mujer en España intentó restaurar la pintura del Ecce Homo, una obra clásica que representaba a Cristo. Sus intenciones eran buenas: quería salvar una pieza de arte desgastada por el tiempo. Sin embargo, carecía de las habilidades necesarias para la tarea, y el resultado fue un desastre que transformó la imagen de Jesús en una caricatura irreconocible. La lección es clara: las buenas intenciones no siempre son suficientes cuando ignoramos las instrucciones correctas.
Dios había sido claro con Caín y Abel. La ofrenda que debían presentar tenía que ser un sacrificio animal, un recordatorio del plan de salvación y de la muerte de Jesús como el Cordero de Dios. Abel obedeció y presentó lo mejor de sus ovejas, mientras que Caín, a pesar de su esfuerzo y dedicación, decidió hacer las cosas a su manera, trayendo frutos de la tierra. No fue un tema de preferencia personal; fue una cuestión de obediencia.
Dios valora nuestras intenciones, pero también nos llama a seguir sus instrucciones. No podemos decidir que haremos las cosas “a nuestro parecer” y esperar que Dios las acepte. Así como en el Edén Dios dio una orden clara sobre el árbol del conocimiento del bien y del mal, Él también nos da mandamientos claros hoy. Por ejemplo, el sábado no es un día arbitrario; es el día que Él apartó desde la creación (Éxodo 20:8-11). No es cualquier día que queramos, sino el que Él estableció como santo.
Lo mismo ocurre con el mandamiento de amar a nuestro prójimo. Amar no es un acto condicionado a nuestros sentimientos o experiencias con esa persona. Jesús nos enseñó a amar incluso a nuestros enemigos (Mateo 5:44). No es fácil, pero es lo que Dios nos pide. El amor al prójimo no tiene excepciones ni preferencias; incluye a todos, incluso a aquellos que nos han herido o decepcionado.
Caín no solo desobedeció, sino que permitió que su desobediencia lo llevara a la envidia y, finalmente, al asesinato de su propio hermano. Es una advertencia para nosotros: cuando comenzamos a desobedecer a Dios en cosas pequeñas, el pecado crece y nos lleva a caminos aún peores. “El que practica el pecado es del diablo” (1 Juan 3:8), pero no estamos destinados a quedarnos atrapados en ese ciclo.
La esperanza que tenemos es que los mandamientos de Dios no son gravosos (1 Juan 5:3). Son protectores, diseñados para nuestro bien, y cuando los seguimos, encontramos verdadera libertad. Hoy, Dios nos llama a hacer las cosas a Su manera, no porque quiera limitarnos, sino porque quiere bendecirnos. Si hemos fallado, como lo hizo Caín, no tenemos que continuar en ese camino. Podemos volvernos a Dios, quien siempre está dispuesto a perdonar y guiarnos por el camino correcto.
Obedezcamos con fe y amor, sabiendo que las instrucciones de Dios siempre nos llevarán a una vida llena de paz y propósito. “Tus mandamientos me hacen más sabio que mis enemigos” (Salmo 119:98). ¡Qué maravilla es caminar en sus caminos!
