Entonces dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza…”. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó.” Génesis 1:26-27

En el siglo XV, Miguel Ángel esculpió su famosa estatua de David, una obra que hasta hoy asombra por su detalle y perfección. Cada golpe de cincel, cada curva y cada trazo fueron cuidadosamente realizados para transformar un bloque de mármol en una obra maestra. Sin embargo, lo que distingue a David no es solo su belleza, sino la intención de su creador al representar la esencia misma del ser humano. Pero, ¿te has detenido a pensar que hay un Creador que hizo algo mucho más impresionante y significativo?
En Génesis encontramos una de las declaraciones más asombrosas de la Biblia: el ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios. Dios no habló al hombre a la existencia como lo hizo con el resto de la creación. En cambio, decidió formarlo con sus propias manos, como un alfarero que moldea el barro. Cada detalle fue deliberado: los ojos para ver, las manos para tocar, el cerebro para pensar. Dios puso de sí mismo en nosotros. Luego, sopló en su creación el aliento de vida. Ese soplo no era simple oxígeno; era la chispa de su propia esencia, el espíritu que nos conecta con él.
El término Imago Dei, “a imagen de Dios”, nos recuerda quiénes somos y cuál es nuestro propósito. No somos accidentales, no somos producto del azar. Somos reflejo del Creador, diseñados para ser sus representantes en este mundo. Esto no significa que somos como dioses, pero sí que tenemos capacidades únicas: razonar, amar, crear, cuidar, relacionarnos. Ser imagen de Dios implica dignidad, valor y responsabilidad. Es un llamado a vivir reflejando su carácter: justicia, bondad, misericordia y amor.
Cuando reflexiono sobre la manera en que Dios nos creó, no puedo evitar pensar en lo personal que es este acto. El Dios todopoderoso, quien con una palabra podía traer universos a la existencia, decidió ensuciarse las manos para darnos forma. Esto nos habla de su cercanía, de su interés profundo en nosotros. No somos una más de sus criaturas; somos su obra maestra, formados con intención y amor.
La Biblia refuerza esta verdad en pasajes como Salmos 8:4-5: “¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra.” Este texto nos recuerda que Dios no solo nos creó, sino que nos otorgó un lugar especial en su creación, llenándonos de dignidad y valor. Además, en Isaías 64:8 encontramos esta declaración: “Pero ahora, oh Jehová, tú eres nuestro padre; nosotros barro, y tú el que nos formaste; así que obra de tus manos somos todos nosotros.”
Sin embargo, este mundo nos hace olvidar nuestra identidad. Nos compara, nos etiqueta, nos hace sentir insignificantes. Pero cada vez que miramos al espejo, debemos recordar que somos portadores de algo divino. Nuestra vida tiene un propósito eterno, porque fuimos hechos por Dios y para Dios.
Hoy, tal vez te sientes quebrantado, sin forma, como barro en las manos del alfarero. Pero, al igual que al principio, Dios no ha terminado contigo. Él sigue moldeándote, soplando en ti su vida, restaurando su imagen en ti. Permítele trabajar en tu corazón, porque él te creó para ser más que lo que este mundo te dice que eres.
Levanta la cabeza, recuerda quién eres y de quién eres imagen. Porque cuando Dios te miró después de crearte, dijo: “Es bueno en gran manera.” Eres su obra maestra, su reflejo en la tierra.
Dios te bendiga, y que su aliento de vida siga llenando cada rincón de tu ser.
