“Y oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto. Mas Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás?” Génesis 3:8-9

En 2003, el exdictador de Irak, Sadam Hussein, fue encontrado escondido en un pequeño espacio subterráneo. Había huido y se ocultaba en un hoyo diminuto, un acto que reflejaba no solo su miedo a ser capturado, sino también su vergüenza por sus acciones. Esto nos recuerda algo mucho más profundo y cotidiano: cómo los seres humanos, al cometer errores, solemos escondernos. Nos ocultamos no en hoyos físicos, pero sí en excusas, negaciones y distancias, tratando de evitar enfrentar las consecuencias de nuestras decisiones. Así fue con Adán y Eva: tras pecar, escucharon a Dios acercarse y, en lugar de correr hacia Él, buscaron refugio entre los árboles del Edén.
El pecado no solo es un acto de desobediencia; es una separación de Dios. La mayor victoria del enemigo no está únicamente en hacernos pecar, sino en convencernos de que, después de hacerlo, no podemos regresar a Dios. Nos lleva a escondernos, a alejarnos, a creer la mentira de que Dios es severo y distante. Pero el relato de Génesis nos muestra algo diferente: mientras Adán y Eva se esconden, Dios los busca. La voz de Dios no es de condena, sino de interés genuino: “¿Dónde estás?”.
Esa pregunta es tan poderosa como amorosa. Dios no la hace porque desconozca dónde están. Él lo sabe todo. La hace para provocar en el ser humano una reflexión, para que reconozca su condición y se dé cuenta de que está perdido. A lo largo de los siglos, esa misma pregunta sigue resonando en nuestros corazones cuando nos alejamos de Él. Cada vez que sentimos el peso de nuestras decisiones equivocadas, es como si Dios nos susurrara: “¿Dónde estás? Estoy aquí, buscándote”.
Adán respondió: “Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí” (Génesis 3:10). El miedo y la vergüenza son las armas más usadas por Satanás para mantenernos alejados de Dios. Pero, ¿cómo llegó el hombre a tener miedo de un Dios que es amor? “El perfecto amor echa fuera el temor” (1 Juan 4:18), pero el enemigo tergiversó el carácter de Dios, haciendo que lo vieran como alguien de quien había que huir, cuando en realidad era el único que podía restaurarlos.
Sí, hubo consecuencias para Adán y Eva. El pecado siempre trae consecuencias. Pero incluso en medio del juicio, Dios mostró su misericordia. Les dio esperanza: “Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; esta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (Génesis 3:15). Esta promesa apuntaba directamente a Jesús, quien, siglos después, cargaría con el pecado de la humanidad y vencería a Satanás en la cruz.
El mensaje es claro: aunque el pecado nos aleje, Dios siempre nos busca. Él no se rinde. A pesar de nuestras fallas, su amor es inquebrantable, y su deseo es restaurarnos. Hoy, si sientes que te has escondido, si el peso de tus decisiones te ha alejado de Él, escucha su voz preguntándote: “¿Dónde estás?”. No importa cuán lejos hayas ido, Él está cerca, esperando con amor y misericordia. Jesús ya pagó el precio, y en Él, siempre hay un camino de regreso. “Acercaos a Dios, y Él se acercará a vosotros” (Santiago 4:8).
Daniel Ramírez