“Y el hombre respondió: La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí. Entonces Jehová Dios dijo a la mujer: ¿Qué es lo que has hecho? Y dijo la mujer: La serpiente me engañó, y comí.” Génesis 3:12-13

Desde el primer pecado de la humanidad, el instinto de culpar a otros ha sido una constante en nuestra historia. Adán culpó a Eva, y Eva culpó a la serpiente. En ese momento de confrontación, ninguno asumió responsabilidad por sus actos. ¿Por qué? Porque admitir nuestra culpa nos pone en una posición de vulnerabilidad, y muchas veces preferimos defendernos antes que enfrentar la verdad de nuestras decisiones.

La culpa, según la Biblia, no es solo un peso emocional; es una señal de que algo no está bien. Es el resultado de haber violado la ley de Dios, un eco en nuestra conciencia que nos lleva a reconocer nuestra necesidad de arrepentimiento y restauración. “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). Pero la culpa no está diseñada para aplastarnos, sino para llevarnos a los pies de Cristo, donde podemos encontrar perdón y redención.

En lugar de culpar a Eva, Adán podría haber reconocido: “Yo comí porque decidí desobedecer”. Pero eligió señalar a su compañera y, de manera indirecta, a Dios mismo al decir: “La mujer que me diste por compañera”. Eva, a su vez, señaló a la serpiente. Este círculo de excusas refleja lo que ocurre aún hoy: cuando cometemos errores, buscamos responsables externos en lugar de mirar dentro de nosotros mismos. Pero la verdadera libertad comienza cuando aceptamos nuestra responsabilidad.

Asumir nuestra culpa no significa vivir cargados de ella para siempre. Aquí es donde entra la gracia de Cristo. Jesús, en su amor infinito, vino a cargar con nuestra culpa y pagar el precio que nosotros no podíamos. “Porque al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21). Cuando nos acercamos a Él con un corazón sincero, Él no solo nos perdona, sino que también nos libera de la carga de la culpa.

Pero hay un paso importante: reconocer. En 1 Juan 1:9 leemos: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”. Dios es perdonador, pero sí pide honestidad. Cuando dejamos de señalar a otros y enfrentamos nuestras fallas con humildad, abrimos la puerta a su misericordia transformadora.

La historia de Adán y Eva nos recuerda que culpar a otros puede ser nuestra primera reacción, pero nunca será la solución. Hoy, si hay algo en tu vida que pesa en tu corazón, no lo escondas, no busques excusas, no culpes a otros. Llévalo a Cristo. Él está listo para quitar tu culpa, para restaurarte y para darte una nueva oportunidad. En sus manos, la culpa no es el final; es el comienzo de una vida libre y redimida.

Daniel Ramírez

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